Fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) en relación con los casos del África Sudoccidental, donde Etiopía y Liberia demandaron a Sudáfrica.
Ficha Resumen del Fallo de la CIJ: Casos Relativos al África Sudoccidental
1. PRIMERA PARTE. (Excepciones Preliminares)
Fecha del Fallo: 21 de diciembre de 1962
Hechos
- Demandantes: Etiopía y Liberia.
- Demandado: Sudáfrica.
- Contexto: Etiopía y Liberia presentaron solicitudes a la CIJ el 4 de noviembre de 1960, cuestionando la continuación del Mandato del África Sudoccidental y la conducta de Sudáfrica como Potencia Mandataria.
Excepciones Preliminares
- Sudáfrica: Presentó excepciones preliminares a la competencia de la CIJ para conocer del asunto.
Decisión de la CIJ
- Competencia: Por 8 votos contra 7, la CIJ decidió que tenía competencia para fallar sobre el fondo de la controversia.
Normativa Invocada
- Demandantes: Invocaron el Artículo 7 del Mandato del África Sudoccidental de 1920 y el Artículo 37 del Estatuto de la CIJ.
- Preliminares de Sudáfrica: Argumentaron que el Mandato no era un tratado o convención vigente tras la disolución de la Sociedad de las Naciones.
Fundamentos de la CIJ
- Existencia de la controversia: La CIJ determinó que había una controversia manifiesta entre las partes sobre el cumplimiento de Sudáfrica de sus obligaciones como Potencia Mandataria.
- Naturaleza del Mandato: La CIJ sostuvo que, aunque el Mandato tuviera la forma de una resolución, era en efecto un tratado o convención internacional.
- Obligación de vigilancia internacional: La CIJ recordó su opinión consultiva de 1950, afirmando que Sudáfrica estaba obligada a someterse a la vigilancia internacional y que el artículo 7 del Mandato seguía vigente.
- Derechos de los Estados Miembros: A pesar de la disolución de la Sociedad de las Naciones, los derechos y obligaciones del Mandato continuaban vigentes, y los Estados que eran Miembros de la Sociedad seguían teniendo derecho a invocar la jurisdicción de la CIJ.
Opiniones Individuales y Disidentes
- Opiniones individuales: Magistrados Justamente, Rivero, Jessup y Sir Louis Mbanefo.
- Opiniones disidentes: Presidente Winiarski, Magistrado Basdevant, Sir Percy Spender, Sir Gerald Fitzmaurice, Magistrado Morelli, Magistrado ad hoc van Wyk y Magistrado Spiropoulos.
Importancia de la Decisión
Reconocimiento de la competencia de la CIJ: Este fallo reafirma la capacidad de la CIJ para intervenir en cuestiones relacionadas con mandatos internacionales y la continuidad de obligaciones internacionales a pesar de cambios en las estructuras organizativas como la disolución de la Sociedad de las Naciones.
Protección de derechos bajo mandatos: La decisión subraya la importancia de la vigilancia y el cumplimiento de las obligaciones de las Potencias Mandatarias hacia los territorios y pueblos bajo su administración.
2. SEGUNDA PARTE: FONDO DEL ASUNTO
Fecha del Fallo: 18 de julio de 1966
Contexto: Tras la decisión de 1962 que estableció la competencia de la CIJ para conocer del fondo del asunto, el Tribunal procedió a evaluar las alegaciones de Etiopía y Liberia sobre la conducta de Sudáfrica como Potencia Mandataria en África Sudoccidental (actual Namibia).
Alegaciones de los Demandantes
- Violación del Mandato: Etiopía y Liberia argumentaron que Sudáfrica había violado los términos del Mandato del África Sudoccidental, particularmente en relación con la política de apartheid y otras prácticas de administración del territorio que contravenían el mandato de cuidar el bienestar de los habitantes.
- Obligaciones Internacionales: Sudáfrica no había cumplido con sus obligaciones de reportar a la Asamblea General de las Naciones Unidas y de administrar el territorio en beneficio de los habitantes locales.
Defensa de Sudáfrica
- Derechos de Administración: Sudáfrica sostuvo que tenía el derecho de administrar el territorio de acuerdo con sus propias políticas y que las obligaciones del Mandato habían expirado con la disolución de la Sociedad de las Naciones.
- Soberanía: Argumentó que la soberanía sobre el territorio le pertenecía y que no estaba sujeta a supervisión internacional tras la disolución de la Sociedad de las Naciones.
Decisión de la CIJ
- Competencia: La CIJ reafirmó su competencia para resolver la controversia.
- Fondo del Asunto: Por una estrecha mayoría, la CIJ decidió que no podía emitir un fallo sobre el fondo del asunto en cuanto a las alegaciones específicas de violaciones del Mandato por parte de Sudáfrica. La Corte se encontró dividida en cuanto a la interpretación de las obligaciones de Sudáfrica y la aplicabilidad de las disposiciones del Mandato tras la disolución de la Sociedad de las Naciones.
Opiniones Individuales y Disidentes
- Opiniones individuales: Algunos magistrados expresaron su interpretación de que Sudáfrica estaba obligada a continuar cumpliendo con las obligaciones del Mandato bajo la supervisión de las Naciones Unidas.
- Opiniones disidentes: Varios magistrados disintieron, sosteniendo que la Corte debería haber fallado en contra de Sudáfrica y confirmado que sus políticas y administración del territorio violaban el Mandato.
Importancia de la Decisión
Continuidad de Obligaciones Internacionales: Aunque la CIJ no emitió un fallo definitivo sobre el fondo, la decisión fue crucial en reafirmar que las obligaciones internacionales no desaparecen automáticamente con la disolución de la organización que las creó.
Precedente en Derecho Internacional: Establece un precedente en cuanto a la interpretación y continuidad de mandatos y tratados internacionales, influyendo en posteriores decisiones y en la evolución del derecho internacional respecto a la administración de territorios y la protección de derechos humanos.
Este segundo fallo refleja las complejidades legales y políticas en la administración de territorios bajo mandatos internacionales y la evolución del derecho internacional en respuesta a cambios en las estructuras organizativas globales.
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CASOS RELATIVOS AL ÁFRICA SUDOCCIDENTAL (EXCEPCIONES PRELIMINARES)
Fallo de 21 de diciembre de 1962
Resúmenes de los fallos, opiniones consultivas y providencias de la Corte Internacional de Justicia
Los casos relativos al África Sudoccidental (Etiopia contra Sudáfrica; Liberia contra Sudáfrica), que se refieren a la continuación del Mandato del África Sudoccidental y los deberes y comportamiento de Sudáfrica, como Potencia Mandataria, frieron incoados en virtud de solicitudes de los Gobiernos de Etiopía y Liberia presentadas a la Secretaría de la Corte el 4 de noviembre de 1960. El Gobierno de Sudáfrica presentó excepciones preliminares a la competencia de la Corte para conocer de esos asuntos.
Por 8 votos contra 7, la Corte decidió que era competente para fallar en cuanto al fondo de la controversia.
El fallo de la Corte iba acompañado de las opiniones individuales de los Magistrados ¡Justamente y Rivero y Jessup y del Magistrado ad hoc Sir Louis Mbanefo, de las opiniones disidentes del Presidente Winiarski y del Magistrado Basdevant, de la opinión disidente conjunta de los Magistrados Sir Percy Spender y Sir Gerald Fitzmaurice, de las opiniones disidentes del Magistrado Morelli y del Magistrado ad hoc van Wyk, además de una declaración disidente del Magistrado Spiropoulos.
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En su fallo, la Corte tomó nota de que, para fundar la competencia de la Corte, los demandantes, teniendo en cuenta el párrafo 1 del Artículo 80 de la Carta de las Naciones Unidas, habían invocado el artículo 7 del Mandato del África Sudoccidental, de 17 de diciembre de 1920, así como el Artículo 37 del Estatuto de la Corte.
Antes de entrar a examinar las objeciones preliminares presentadas por Sudáfrica, la Corte estimó necesario decidir la cuestión previa relativa a la existencia de la controversia objeto de la demanda. Sobre este punto, estimó que no bastaba que una parte en un asunto contencioso afirmase la existencia de una controversia de orden jurídico con la otra parte. Debía probarse que la reclamación de una de las partes tropezaba con la oposición manifiesta de la otra. Aplicando este criterio, no cabía duda acerca de la existencia de una controversia entre las partes que comparecían ante la Corte, puesto que lo probaban claramente sus actitudes opuestas en cuanto al cumplimiento por la parte demandada, en su calidad de Potencia Mandataria, de las obligaciones dimanantes del Mandato.
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A continuación, la Corte recordó brevemente el origen, la naturaleza y las características del Sistema de Mandatos establecido por el Pacto de la Sociedad de las Naciones. Los principios esenciales de este sistema consistían principalmente en el reconocimiento de determinados derechos de los pueblos de los territorios insuficientemente desarrollados, en el establecimiento de un régimen de tutela ejercido sobre cada uno de esos pueblos por una nación adelantada, en calidad de “mandataria” y “en nombre de la Sociedad de las Naciones”, y en el reconocimiento de “una misión sagrada de civilización” que incumbía a la Sociedad de las Naciones, como comunidad internacional organizada, y a sus Estados Miembros. Los derechos del Mandatario en relación con los territorios bajo mandato y sus habitantes se basaban en las obligaciones del Mandatario y, por así decirlo, eran simples instrumentos que habían de permitirle cumplir sus obligaciones.
En la primera de sus excepciones preliminares, la parte demandada sostenía que el Mandato sobre el África Sudoccidental no había sido nunca, o en todo caso no lo había sido desde la disolución de la Sociedad de las Naciones, un tratado o convención vigente en el sentido del Artículo 37 del Estatuto de la Corte. Al presentar en esta forma esa excepción preliminar, la parte demandada declaró que siempre había considerado, por supuesto, que el Mandato sobre el África Sudoccidental era “un tratado o convención por sí mismo, esto es, un convenio internacional entre el Mandatario, por un lado, y el Consejo, en representación de la Sociedad de las Naciones y/o de sus Miembros”, por el otro, “pero que podía también adoptarse otro punto de vista, el de que, al definir los términos del Mandato, el Consejo adoptaba una medida de ejecución en aplicación del Pacto (que constituía evidentemente una convención) y no concertaba un acuerdo que fuera de por sí un tratado o una convención”. La parte demandada añadía, a continuación, que, “según esta opinión…, la declaración del Consejo habría de considerarse como constitutiva de una resolución … que, al igual que cualquier otra resolución válida del Consejo, debería su validez jurídica al hecho de constituir una decisión del Consejo en ejercicio de los poderes que le confiere el Pacto”. En opinión de la Corte, este punto de vista no estaba bien fundado. Si bien el Mandato sobre el África Sudoccidental tuvo la forma de una resolución, era sin duda de otra naturaleza. No podía considerársele como expresión de una simple medida de ejecución adoptada en aplicación del Pacto. De hecho y de derecho, era un acuerdo internacional que tenía el carácter de tratado o convención.
Se había dicho que el Mandato mencionado no había sido registrado de acuerdo con el Artículo 18 del Pacto de la Sociedad de las Naciones, que decía así: “Ninguno de estos tratados o compromisos internacionales será obligatorio antes de haber sido registrado”. Si el Mandato hubiese sido írrito y nulo ab initio por no haber sido registrado, se seguiría de ello que el demandado no tenía ni había tenido jamás títulos jurídicos para administrar el Territorio del África Sudoccidental; le sería, por tanto, imposible afirmar que había tenido tal título hasta que fue descubierta esta causa de nulidad. El Artículo 18, destinado a evitar los tratados secretos y garantizar la publicidad de los convenios, no podía aplicarse de igual modo en el caso de tratados en los que la Sociedad de las Naciones era una de las partes, que en el caso de tratados concertados entre Estados Miembros individualmente.
Puesto que el Mandato aludido había tenido desde el principio el carácter de tratado o convención, la cuestión pertinente que se planteaba a continuación era la de si estaba aún totalmente vigente, comprendido su Artículo 7, o bien con respecto al Artículo 7 en particular. La parte demandada afirmaba que no estaba vigente, y esta tesis constituía la esencia de la primera excepción preliminar. Se alegaba que los derechos y obligaciones previstos en el Mandato en relación con la administración del Territorio, por ser de carácter objetivo, seguían existiendo, en tanto que los derechos y obligaciones relativos a la vigilancia administrativa que ejercía la Sociedad de las Naciones y a la aceptación de la jurisdicción del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, por ser de carácter contractual, se habían extinguido necesariamente al disolverse la Sociedad de las Naciones. El demandado sostenía, además, que, entre las disposiciones extinguidas con motivo de la desaparición de la Sociedad de las Naciones, figuraba el artículo 7 del Mandato, por el que la parte demandada había aceptado la jurisdicción de la Corte Permanente de Justicia Internacional en cualquier controversia que se suscitara entre el demandado, como Mandatario, y cualquier otro Miembro de la Sociedad de las Naciones acerca de la interpretación o la aplicación del Mandato.
Sobre este extremo, la Corte, recordando la opinión consultiva que emitió en 1950 acerca de la situación jurídica internacional del África Sudoccidental, declaró que era completamente clara la obligación en que estaba el Gobierno de la Unión de someterse a la vigilancia internacional. Negar las obligaciones relacionadas con el Mandato significaría negar la esencia misma de éste. La Corte recordó asimismo que, aunque había estado dividida en otros extremos en su opinión de 1950, se había mostrado unánime en estimar que el artículo 7 del Mandato, que se refería a la obligación de la Unión Sudafricana de aceptar la jurisdicción obligatoria de la Corte estaba aún “vigente”.
Nada había ocurrido desde aquella fecha que obligase a la Corte a modificar sus conclusiones. En las actuaciones de 1950 se habían expuesto o mencionado todos los hechos importantes.
La Corte estimó que aunque la Sociedad de las Naciones y la Corte Permanente de Justicia Internacional hubieran dejado de existir, la obligación del demandado de someterse a la jurisdicción obligatoria se había traspasado efectivamente a la Corte actual antes de disolverse la Sociedad de las Naciones. Esta había dejado de existir a partir de abril de 1946, en tanto que la Carta de las Naciones Unidas había entrado en vigor en octubre de 1945; las tres partes en el presente procedimiento habían depositado sus ratificaciones respectivas en noviembre de 1945 y habían pasado a ser Miembros de las Naciones Unidas a partir de las fechas de esas ratificaciones. Desde entonces estaban sujetas a las obligaciones establecidas por la Carta y disfrutaban de los derechos nacidos de ella. En virtud de lo dispuesto en los Artículos 92 y 93 de la Carta y en el Artículo 37 del Estatuto de la Corte, el demandado se había obligado, al ratificar la Carta cuando aún existían la Sociedad de las Naciones y la Corte Permanente y cuando, en consecuencia, estaba todavía plenamente en vigor el artículo 7 del Mandato, a aceptar la jurisdicción obligatoria de la Corte actual, en lugar de la de la Corte Permanente.
La obligación así transferida había sido asumida voluntariamente por el demandado. En opinión de la Corte, la validez del artículo 7 no había sido afectada por la disolución de la Sociedad de las Naciones, de igual modo que el Mandato, en su totalidad, seguía aún vigente por las razones anteriormente indicadas.
La segunda excepción preliminar se basaba en la frase “otro Miembro de la Sociedad de las Naciones”, contenida en el artículo 7, cuyo segundo párrafo decía así: “El Mandatario conviene en que, si surgiere entre él y otro Miembro de la Sociedad de las Naciones cualquier controversia acerca de la interpretación* o la aplicación de las disposiciones del Mandato, tal controversia … será sometida a la Corte Permanente de Justicia Internacional…”.
Se alegaba que, en vista de que, al disolverse la Sociedad de las Naciones el 19 de abril de 1946, todos los Estados Miembros de la Sociedad habían dejado de serlo y habían perdido los derechos correspondientes, no podía seguir existiendo ningún “otro Miembro de la Sociedad de las Naciones” en la actualidad. Según esa tesis, ningún Estado poseía locus standi ni calidad para invocar la jurisdicción de la Corte en cualquier controversia que se suscitara con el Demandado en su calidad de Mandatario.
La Corte señaló que la interpretación basada en el sentido natural y ordinario de las palabras empleadas no constituía una regla absoluta y que no cabía fundarse en ella cuando se llegaba a un resultado incompatible con el espíritu, el objeto y el contexto de la disposición que se interpretaba.
La protección judicial de la misión sagrada contenida en cada mandato era una característica esencial del Sistema de Mandatos. La vigilancia administrativa de la Sociedad de las Naciones constituía una garantía normal, destinada a garantizar el pleno cumplimiento por el Mandatario de la “misión sagrada” que debía desempeñar en relación con los habitantes del Territorio, y la función especialmente asignada a la Corte Permanente era aún más esencial, por ser la última instancia de protección por vía de recurso judicial contra los posibles abusos o violaciones del Mandato.
En virtud de la regla de la unanimidad (Artículos 4 y 5 del Pacto), el Consejo no podía imponer su opinión sobre el Mandatario. Si el Mandatario seguía desatendiendo las amonestaciones del Consejo, el único recurso que quedaba abierto para defender los intereses de los habitantes y proteger la misión sagrada era obtener una decisión de la Corte sobre la cuestión relacionada con la interpretación o la aplicación del Mandato. Sin embargo, ni el Consejo ni la Sociedad de las Naciones estaban habilitados para comparecer ante la Corte Permanente: el único recurso eficaz era que uno o varios Miembros de la Sociedad de las Naciones invocasen el artículo 7 y presentasen la controversia a la Corte Permanente para su decisión, como controversia entre ellos y el Mandatario. A fin de realizar este importantísimo objetivo, la disposición correspondiente había sido redactada en términos amplios. Era evidente, pues, la función esencial que el articulo 7 estaba llamado a desempeñar como una de las garantías ofrecidas por el Régimen de Mandatos en cuanto al respeto por el Mandatario de las obligaciones contraídas.
En segundo lugar, además de que la protección judicial era esencial para la misión sagrada y para los derechos de los Estados Miembros en virtud del Mandato, y que la Sociedad de las Naciones y el Consejo no tenían personalidad para invocar tal protección, el derecho a citar a la Potencia Mandataria ante la Corte Permanente había sido conferido de manera especial y expresa a los Miembros de la Sociedad de las Naciones, sin duda por ser también el mejor procedimiento de garantizar la protección de la Corte.
La tercera razón para estimar que el artículo 7, particularmente en cuanto a la frase “otro Miembro de la Sociedad de las Naciones”, seguía siendo aplicable, era que en el período de .sesiones de abril de 1946, los Miembros de la Sociedad de las Naciones habían llegado evidentemente a un acuerdo con miras a continuar los distintos Mandatos, en toda la medida de lo posible y practicable, en lo tocante a las obligaciones de las Potencias Mandatarias, y a mantener en consecuencia los derechos de los Miembros de la Sociedad de las Naciones, a pesar de la disolución de ésta. Ese acuerdo estaba demostrado no sólo por lo que decía la resolución de 18 de abril 1946 relativa a la disolución de la Sociedad de las Naciones, sino también por los debates relativos a la cuestión de los Mandatos celebrados en la Primera Comisión de la Asamblea y por toda la serie de circunstancias que concurrieron en ellos. Los Estados que eran Miembros de la Sociedad de las Naciones al tiempo de su disolución seguían teniendo derecho a invocar la jurisdicción obligatoria de la Corte lo mismo que antes de la disolución de la Sociedad de las Naciones, y ese derecho continuaría existiendo mientras el demandado ejerciese el derecho de administrar el territorio bajo Mandato.
Durante los prolongados debates que se habían celebrado tanto en la Asamblea como en la Primera Comisión, los delegados de las Potencias Mandatarias presentes habían declarado solemnemente su intención de seguir administrando los Territorios que les habían sido confiados de conformidad con los principios generales establecidos en los Mandatos en vigor. En particular, el delegado de Sudáfrica había declarado el 9 de abril de 1946 que “… la Unión continuará administrando el Territorio ajustándose escrupulosamente a las obligaciones que impone el Mandato … La desaparición de los órganos de la Sociedad de las Naciones llamados a ocuparse de la vigilancia de los Mandatos … impedirá necesariamente ajustarse por completo a la letra del Mandato. Sin embargo, el Gobierno de la Unión considera que la disolución de la Sociedad de las Naciones no disminuye para nada las obligaciones resultantes del Mandato …” No podía haber, por parte del Gobierno de Sudáfrica, un reconocimiento más claro de la subsistencia, después de la disolución de la Sociedad de las Naciones, de las obligaciones que había contraído en virtud del Mandato sobre el África Sudoccidental, comprendido su artículo 7.
De lo dicho se desprendía claramente que había habido un acuerdo unánime entre los Estados Miembros presentes en la reunión de la Asamblea para que los Mandatos continuaran ejerciéndose en conformidad con las obligaciones definidas en ellos. Sin duda, esta continuación de las obligaciones impuestas por el Mandato no podría comenzar a tener efectos sino a partir del día siguiente a la disolución de la Sociedad de las Naciones; por eso, las objeciones basadas en la interpretación literal de las palabras “otro Miembro de la Sociedad de las Naciones” no tenían ningún peso, ya que la resolución de 18 de abril de 1946 se había aprobado precisamente para evitarlas y para continuar el Mandato con el carácter de tratado entre el Mandatario y los Miembros de la Sociedad de las Naciones.
En conclusión, toda interpretación de la frase “otro Miembro de la Sociedad de las Naciones” debía tomar en consideración todos los hechos y circunstancias pertinentes relacionados con el acto de disolución de la Sociedad de las Naciones, a fin de determinar las verdaderas intenciones y finalidades de los Miembros de la Asamblea al adoptar la resolución final.de 18 de abril de 1946.
Para negar la existencia del acuerdo se había dicho que el artículo 7 no era una disposición esencial del instrumento del Mandato para la protección de la misión sagrada de civilización. No se había insertado ninguna cláusula comparable en los Acuerdos de Administración Fiduciaria para los territorios anteriormente administrados con arreglo a tres de los cuatro Mandatos del tipo “C”.
Por las razones indicadas previamente, la Corte desestimó las excepciones primera y segunda.
La tercera excepción consistía esencialmente en la tesis de que la controversia presentada ante la Corte no era una controversia en el sentido del artículo 7 del Mandato. La Corte recordó que el artículo 7 se refería “a cualquier controversia” surgida entre el Mandatario y otro Miembro de la Sociedad de las Naciones. Los términos empleados eran amplios, claros y precisos y se referían a cualquier controversia, tanto si se relacionaba con todas o algunas de las disposiciones del Mandato como si se refería a las obligaciones de fondo del Mandatario respecto de los habitantes del Territorio o respecto de los demás Miembros de la Sociedad de las Naciones, o bien a la obligación del Mandatario de someterse a la vigilancia de la Sociedad de las Naciones o a la protección prevista en el artículo 7. El alcance y el objeto de esas disposiciones indicaban que se entendía que los Miembros de la Sociedad de las Naciones tenían un derecho o interés jurídico en que el Mandatario cumpliese sus obligaciones, tanto para con los habitantes como para con la Sociedad de las Naciones y sus Miembros. Mientras el artículo 6 del Mandato preveía el ejercicio de la vigilancia administrativa por la Sociedad, el artículo 7 establecía en efecto, con la conformidad expresa del Mandatario, la protección judicial por la Corte Permanente. Huelga decir que dentro de su ámbito estaba comprendida la protección de los intereses concretos de los Miembros, pero no eran menos importantes el bienestar y el adelanto de los habitantes.
La Corte llegó a la conclusión de que la controversia examinada era una controversia en el sentido del artículo 7 del Mandato y que debía desestimarse la tercera excepción preliminar.
La Corte examinó a continuación la cuarta y última excepción, que consistía esencialmente en la proposición de que, en caso de existir una controversia en el sentido del artículo 7, no se trataba de una cuestión que no pudiese resolverse mediante negociaciones con los demandantes y de que no había habido ninguna negociación de ese género con miras a llegar a una solución.
A juicio de la Corte, el hecho de haberse llegado a un callejón sin salida en las negociaciones colectivas celebradas anteriormente, y el hecho de que tanto las exposiciones escritas como los argumentos orales de las partes hubieran confirmado claramente que la situación no había cambiado, obligaban a llegar a la conclusión de que no había ninguna razón que permitiera pensar que nuevas negociaciones conducirían a una solución. Habiendo alegado el demandado que no se habían entablado nunca negociaciones directas entre él y los demandantes, la Corte consideró que lo importante no era tanto la forma de las negociaciones como la actitud y el punto de vista de las partes sobre las cuestiones de fondo planteadas.
Además, en los casos en que las cuestiones en litigio interesaban a la vez a un grupo de Estados, de una parte o de otra, en el seno de una entidad organizada, la vía más práctica de negociación había sido con frecuencia la diplomacia parlamentaria o la diplomacia por medio de conferencias.
Por las razones indicadas, la cuarta excepción no se consideró fundada y fue desestimada también.
La Corte concluyó que el artículo 7 del Mandato era un tratado o una convención todavía vigente en el sentido del Artículo 37 del Estatuto de la Corte y que la controversia era una de las previstas en el artículo 7 y no podía ser resuelta por negociación. Por consiguiente, la Corte era competente para decidir en cuanto al fondo del asunto.
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CASOS RELATIVOS AL ÁFRICA SUDOCCIDENTAL (SEGUNDA FASE)
Fallo de 18 de julio de 1966
Resúmenes de los fallos, opiniones consultivas y providencias de la Corte Internacional de Justicia
Los casos relativos al África Sudoccidental (Etiopía contra Sudáfrica; Liberia contra Sudáfrica), referentes a la continuación del Mandato del África Sudoccidental y a los deberes y la actuación de Sudáfrica como Potencia mandataria, fueron incoados mediante solicitudes de los Gobiernos de Etiopía y Liberia presentadas a la Secretaría de la Corte el 4 de noviembre de 1960. En virtud de una providencia de 20 de mayo de 1961, la Corte unió los procedimientos de los dos asuntos. El Gobierno de Sudáfrica formuló excepciones preliminares a la competencia de la Corte para conocer del fondo del asunto, pero la Corte desestimó estas excepciones el 21 de diciembre de 1962, y acordó que era competente para conocer del fondo de la controversia.
En el fallo que pronunció en la segunda fase de los casos, la Corte, con el voto decisivo del Presidente, por estar divididos por igual los votos (siete contra siete), decidió que no podía considerarse que los Estados demandantes hubiesen demostrado ningún derecho o interés jurídico en el asunto objeto de sus demandas y, por consiguiente, las rechazó.
El Presidente, Sir Percy Spender, agregó una declaración al fallo. El Magistrado Morelli y el Magistrado ad hoc van Wyk hicieron constar sus opiniones separadas. El Vicepresidente Wellington Koo, los Magistrados Koretsky, Tanaka, Jessup, Padilla Ñervo y Forster y el Magistrado ad hoc Sir Louis Mbanefo agregaron sus opiniones disidentes.
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Los demandantes, actuando en calidad de Estados que habían sido Miembros de la antigua Sociedad de las Naciones, formularon diversas alegaciones de infracciones del Mandato de la Sociedad de las Naciones para el África Sudoccidental por parte de la República de Sudáfrica.
Las alegaciones de los litigantes abarcaban, entre otras, las siguientes cuestiones: si el mandato del África Sudoccidental estaba aún en vigor y, en caso afirmativo, si la obligación de la Potencia mandataria de presentar informes anuales sobre su administración al Consejo de la Sociedad de las Naciones se había transformado en una obligación de informar igualmente a la Asamblea General de las Naciones Unidas; si, de conformidad con el Mandato, la parte demandada había fomentado al máximo el bienestar material y moral y el progreso social de los habitantes del Territorio; si la Potencia mandataria había infringido la prohibición, estipulada en el Mandato, referente a la “instrucción militar de los indígenas” y al establecimiento de bases militares o navales o la construcción de fortificaciones en el Territorio; y si Sudáfrica había infringido lo estipulado en el Mandato, en el sentido de que éste sólo podía modificarse con el consentimiento del Consejo de la Sociedad de las Naciones, al tratar de modificar el Mandato sin el consentimiento de la Asamblea General de las Naciones Unidas, la cual, según afirmaban los demandantes, había sustituido al Consejo de la Sociedad para ese y otros fines.
Sin embargo, antes de examinar estas cuestiones, la Corte consideró que había dos cuestiones de carácter previo, concernientes al fondo del asunto, que podrían hacer innecesaria la investigación de otros aspectos del mismo. Una de las cuestiones consistía en determinar si el Mandato subsistía aún en modo alguno, y la otra era la cuestión de la posición de los demandantes en esta fase de los procedimientos, es decir, su derecho o interés jurídico en relación con la cuestión objeto de sus demandas. Como la Corte basó su fallo en la conclusión de que los demandantes no poseían ese derecho o interés jurídico, no se pronunció sobre la cuestión de si el Mandato estaba aún en vigor. Además, la Corte subrayó que su decisión de 1962 acerca de la cuestión de la competencia se había adoptado sin afectar a la cuestión de la supervivencia del Mandato, cuestión que formaba parte del fondo del asunto, y que no se había tratado en 1962, salvo en el sentido de que debió suponerse la supervivencia con objeto de determinar la cuestión puramente jurisdiccional, que era la única que la Corte tenía entonces ante sí.
Refiriéndose a la base de su decisión en los procedimientos actuales, la Corte recordó que el Sistema de Mandatos se había constituido en virtud del Artículo 22 del Pacto de la Sociedad de las Naciones. Había tres categorías de mandatos, “A”, “B” y “C”, aunque las tres tenían diversos aspectos comunes en relación con su estructura. El elemento principal de cada instrumento de mandato consistía en los artículos que definían las facultades de la Potencia mandataria y sus obligaciones con respecto a los habitantes del Territorio y a la Sociedad y sus órganos. La Corte calificó a esas normas de disposiciones de “administración”. Además, cada instrumento de mandato contenía artículos que conferían ciertos derechos relativos al Territorio bajo mandato directamente a los Miembros de la Sociedad, como Estados individuales, o a sus súbditos. La Corte se refirió a los derechos de este tipo como “intereses especiales”, comprendidos en las disposiciones de los mandatos relativas a los “intereses especiales”.
Además, en cada mandato figuraba una cláusula jurisdiccional que, con una sola excepción, estaba formulada en términos idénticos y disponía que se sometiesen las controversias a la Corte Permanente de Justicia Internacional y que, según determinó la Corte en la segunda fase de los procedimientos, debía entenderse ahora, en virtud del Artículo 37 del Estatuto de la Corte, en el sentido de que las controversias debían someterse a la Corte actual.
La Corte estableció una distinción entre las disposiciones de los mandatos relativas a la “administración” y las referentes a los “intereses especiales”. Como la controversia actual se refería exclusivamente a las primeras, la cuestión que había que decidir consistía en determinar si los Miembros de la Sociedad de las Naciones estaban investidos individualmente de algún derecho o interés jurídico en relación con las cláusulas sobre “administración” de los mandatos, es decir, si los diversos mandatarios tenían alguna obligación directa con respecto a los otros Miembros de la Sociedad de las Naciones considerados individualmente, en lo tocante a la ejecución de las disposiciones sobre la “administración” de los mandatos. Si se respondía que no podía considerarse que los demandantes poseyesen el derecho o interés jurídico alegado, entonces, aun cuando quedasen demostradas las diversas alegaciones de infracciones del Mandato del África Sudoccidental, los demandantes seguirían sin tener derecho a los pronunciamientos y declaraciones que, en sus peticiones finales, solicitaban que hiciera la Corte.
Los demandantes comparecían ante la Corte en su calidad de Miembros de la Sociedad de las Naciones, y los derechos que alegaban eran aquellos de los que se decía que habían sido investidos los Miembros de la Sociedad en los tiempos de la misma. Por consiguiente, para determinar los derechos y obligaciones de las partes en relación con el Mandato, la Corte tenía que colocarse en el tiempo en que se implantó el Sistema de Mandatos. Cualquier investigación de los derechos y obligaciones de las partes debía desarrollarse principalmente basándose en el examen de los textos de los instrumentos y disposiciones dentro de la circunstancia de su época.
Análogamente, debía prestarse atención al carácter y la estructura jurídica de la institución en cuyo marcó se organizó el Sistema de Mandatos, es decir, la Sociedad de las Naciones. Un elemento fundamental era que el Artículo 2 del Pacto estipulaba que “la acción de la Sociedad, tal como queda definida en el presente Pacto, se ejercerá por una Asamblea y por un Consejo auxiliados por una Secretaría permanente”. Los Estados Miembros no podían actuar individualmente de un modo diferente en relación con los asuntos de la Sociedad, a menos que se dispusiese especialmente lo contrario en algún artículo del Pacto.
En el Artículo 22 del Pacto se especificaba que “el mejor método para realizar prácticamente el principio” de que “el bienestar y el desenvolvimiento” de los pueblos de las antiguas colonias del enemigo “aún no capacitados para dirigirse por sí mismos” constituía “una misión sagrada de civilización” sería el de “confiar la tutela de dichos pueblos a las naciones más adelantadas, que … consientan en aceptarla”, y se añadía expresamente que “esas naciones ejercerán la tutela en calidad de mandatarias y en nombre de la Sociedad”. Los mandatarios habían de ser agentes de la Sociedad y no de cada uno de los Miembros de la misma individualmente.
En el Artículo 22 del Pacto se estipulaba que convenía “incorporar al presente Pacto garantías para el cumplimiento” de la misión sagrada. En virtud de los párrafos 7 y 9 del Artículo 22, cada mandatario debía “enviar al Consejo una memoria anual concerniente al Territorio”; y una Comisión Permanente de los Mandatos estaría encargada de “recibir y examinar” esas memorias anuales y de “dar al Consejo su opinión acerca de las cuestiones relativas al cumplimiento de los mandatos”. Además, se estipulaba en los propios instrumentos de mandato que las memorias anuales deberían enviarse “a satisfacción del Consejo”.
Cada uno de los Estados miembros de la Sociedad sólo podía participar en el proceso administrativo mediante su participación en las actividades de los órganos por cuya mediación estaba autorizada a funcionar la Sociedad. No tenían un derecho de intervención directa en relación con los mandatarios: esta prerrogativa correspondía a los órganos de la Sociedad.
La forma en que se redactaron los instrumentos de mandato no hizo más que subrayar la opinión de que no se consideraba que los Miembros de la Sociedad en general tuviesen ninguna relación directa con el establecimiento de los diversos mandatos. Adémás, aunque se necesitaba el consentimiento del Consejo de la Sociedad para cualquier modificación de las cláusulas del mandato, no se especificó que se necesitase además el consentimiento de Miembros individuales de la Sociedad. Los distintos Miembros de la Sociedad no eran partes en los diversos instrumentos de mandato, aunque éstos los investían de derechos hasta cierto punto y en ciertos aspectos solamente. Sólo podían obtener de los instrumentos los derechos que los mismos les confiriesen inequívocamente.
Si los diferentes Miembros de la Sociedad hubiesen poseído los derechos que los demandantes afirmaban que habían tenido, habría sido insostenible la situación de un mandatario cercado por las diferentes expresiones de opinión de unos cuarenta o cincuenta Estados. Además, la Sociedad tenía como regla normal de votación la unanimidad y, como el mandatario era miembro del Consejo en las cuestiones que afectaban a su mandato, esas cuestiones no podían decidirse con el voto en contra del mandatario. Este sistema no coincidía con la situación que los demandantes reclamaban para los distintos Miembros de la Sociedad, y si, como Miembros de la Sociedad, no poseían los derechos alegados, no los poseían en la actualidad.
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Se había intentado deducir un derecho o interés jurídico en la administración del Mandato de la simple existencia, o principio, de la “misión sagrada”. Se había dicho que la misión sagrada era una “misión sagrada de civilización” y que, por lo tanto, todas las naciones civilizadas estaban interesadas en que se llevase a cabo. Sin embargo, para que ese interés pudiese adoptar un carácter específicamente jurídico, la propia misión sagrada tenía que ser o llegar a ser algo más que un ideal moral o humanitario. Para generar derechos y obligaciones de carácter jurídico, debía dársele expresión jurídica y enmarcarlo en una norma jurídica. El ideal moral no debía confundirse con las normas jurídicas destinadas a ponerlo en práctica. El principio de la “misión sagrada” no tenía ningún contenido jurídico residual que, respecto a cualquier mandato determinado, pudiese operar per se para originar derechos y obligaciones jurídicas fuera del sistema en su conjunto.
La Corte tampoco podía aceptar la sugerencia de que, aun en el caso de que la situación jurídica de los demandantes y de otros miembros de la Sociedad fuera la que sostenía la Corte, esto era así solamente durante la existencia de la Sociedad, y de que, al disolverse ésta, los derechos que correspondían previamente a la propia Sociedad o a los órganos competentes pasaron a los diferentes Estados que eran Miembros de la misma en la fecha de su disolución. Aunque la Corte había sostenido en 1962 que podía considerarse que los miembros de una Organización internacional disuelta, aunque ya no fuesen miembros de ella, conservaban derechos que, como miembros, habían poseído individualmente cuando la Organización existía, esto no podía ampliarse para adjudicarles, al ocurrir la disolución y con motivo de ella, derechos que nunca habían poseído individualmente, ni siquiera anteriormente en calidad de miembros. Y cualquier cosa que hubiese ocurrido después de la disolución de la Sociedad tampoco podía investir a sus Miembros de derechos que no poseían previamente como Miembros de la Sociedad. La Corte no podía interpretar que las declaraciones unilaterales, o declaraciones de intención, formuladas por los diversos mandatarios con motivo de la disolución de la Sociedad, expresando su voluntad de seguir guiándose por los mandatos en su administración de los territorios pertinentes, concedían individualmente a los Miembros de la Sociedad cualesquiera nuevos derechos o intereses jurídicos de un tipo que no poseían anteriormente.
Cabría decir que la opinión de la Corte, en cuanto conducía a la conclusión de que no había actualmente ninguna entidad capacitada para exigir la debida ejecución del Mandato, tenía que ser inaceptable, pero, si la correcta interpretación jurídica de una situación determinada mostraba la inexistencia de ciertos derechos alegados, debían aceptarse las consecuencias de tal hecho. Pretender la existencia de esos derechos para evitar las consecuencias equivaldría a emprender una labor fundamentalmente legislativa al servicio de fines políticos.
Refiriéndose a la alegación de que el derecho o interés jurídico de los demandantes había quedado establecido por el fallo de 1962 y no podía discutirse de nuevo en la actualidad, la Corte señaló que una decisión sobre una excepción preliminar nunca podría excluir una cuestión perteneciente al fondo, tanto si se había examinado efectivamente en relación con la excepción preliminar como si no se había examinado. Cuando la parte demandada en un asunto oponía excepciones preliminares, se suspendían los procedimientos sobre el fondo del asunto en virtud del párrafo 3 del Artículo 62 del Reglamento de la Corte. Desde entonces, y hasta que se reanudase el examen del fondo del asunto, no podía adoptarse ninguna decisión que determinase o que juzgase definitivamente cualquier aspecto del fondo del asunto. Un fallo sobre una excepción preliminar podía afectar a un aspecto del fondo del asunto, pero esto sólo podía hacerlo de un modo provisional, en la medida necesaria para decidir la cuestión planteada por la excepción preliminar. No podía considerarse como una decisión definitiva sobre el aspecto pertinente del fondo del asunto.
Aunque el fallo de 1962 decidió que los demandantes tenían derecho a invocar la cláusula jurisdiccional del Mandato, les faltaba demostrar, en cuanto al fondo del asunto, que tenían un derecho o interés tal en la ejecución de las disposiciones que invocaban que les daba derecho a los pronunciamientos y declaraciones que solicitaban de la Corte. No había ninguna contradicción entre una decisión en el sentido de que los demandantes tenían capacidad para invocar la cláusula jurisdiccional y una decisión en el sentido de que no habían demostrado la base jurídica de su demanda en cuanto al fondo del asunto.
Con respecto a la alegación de que la cláusula jurisdiccional del Mandato confería un derecho sustantivo a exigir al Mandatario que ejecutase las disposiciones de “administración del mandato”, había que señalar que sería notable que un derecho tan importante se hubiese creado de un modo tan fortuito y casi incidental. En realidad, esa cláusula jurisdiccional concreta no contenía nada que la diferenciase de otras muchas, y era un principio casi elemental del derecho procesal que debía hacerse una distinción entre el derecho a recurrir a un tribunal y el derecho de un tribunal a examinar el fondo de una demanda, por una parte, y el derecho jurídico del demandante con respecto al asunto objeto de su demanda, que debería demostrar a satisfacción del tribunal, por otra. Las cláusulas jurisdiccionales eran adjetivas, no substantivas, en su naturaleza y en su virtud: no determinaban si las partes tenían derechos sustantivos, sino únicamente si, en caso de que los tuviesen, podrían reclamarlos mediante el recurso a un tribunal.
La Corte examinó seguidamente los derechos de los Miembros del Consejo de la Sociedad en virtud de las cláusulas jurisdiccionales de los tratados referentes a las minorías firmados después de la Primera Guerra Mundial, y distinguió esas cláusulas de las cláusulas jurisdiccionales de los instrumentos de mandato. En el caso de los mandatos, la cláusula jurisdiccional tenía por objeto dar a los diferentes Miembros de la Sociedad los medios para proteger sus “intereses especiales” relativos a los territorios bajo mandato; en el caso de los tratados relativos a las minorías, el derecho de acción de los miembros del Consejo en virtud de la cláusula jurisdiccional sólo se destinaba a la protección de las poblaciones minoritarias. Además, cualquier “diferencia de opinión” se definía de antemano en los tratados relativos a las minorías como enjuiciable, porque había de “considerarse como una controversia de carácter internacional”. Por consiguiente, no podía surgir ninguna cuestión de carencia alguna de derecho o interés jurídico. Por otra parte, la cláusula jurisdiccional de los mandatos no tenía ninguna de las características o efectos especiales de las cláusulas de los tratados relativos a las minorías.
La Corte examinó a continuación lo que se había llamado el amplio e inequívoco lenguaje de la cláusula jurisdiccional: el significado literal de su alusión a “cualquier controversia” unido a las palabras “entre [el Mandatario] y otro Miembro de la Sociedad de las Naciones” y la expresión “acerca de … las disposiciones del Mandato”, que, según se decía, permitía someter a la Corte una controversia acerca de cualquier disposición del Mandato. La Corte no opinó que la palabra “cualquiera” que figuraba en el párrafo 2 del artículo 7 del Mandato hiciera algo más que dar énfasis a una expresión que habría significado exactamente lo mismo sin ella. La expresión “cualquier controversia” no significaba intrínsecamente nada diferente de “una controversia”; y tampoco la mención de “las disposiciones” del Mandato en plural tenía ningún efecto diferente del que se habría obtenido diciendo “una disposición”. Una proporción considerable de las aceptaciones de la jurisdicción obligatoria de la Corte en virtud del párrafo 2 del Artículo 36 del Estatuto estaban redactadas en un lenguaje análogamente amplio e inequívoco, e incluso más amplio. No podía suponerse en ningún caso que, basándose en este lenguaje amplio, el Estado aceptante quedaba dispensado de demostrar un derecho o interés jurídico en el asunto objeto de su demanda. La Corte no podía sostener la posición de que una cláusula jurisdiccional, al conferir competencia a la Corte, confería, por consiguiente y por sí misma, un derecho sustantivo.
La Corte se refirió seguidamente a la cuestión de la admisibilidad. Señaló que en el fallo de 1962 se había limitado a afirmar que era “competente para conocer del fondo del asunto” y que, si se planteara cualquier cuestión de admisibilidad, tendría que decidirse ahora, como había ocurrido con la fase del examen del fondo del asunto de Nottebohm; en tal caso, la Corte determinaría la cuestión exactamente de la misma manera. En otras palabras, considerando el asunto desde el punto de vista de la capacidad de los demandantes para formular su demanda actual, la Corte sostenía que no poseían esta capacidad y que, por consiguiente, la demanda era inadmisible.
Por último, la Corte examinó lo que se había denominado el argumento de “necesidad”. En esencia, éste consistía en que, como el Consejo de la Sociedad carecía de medios para imponer sus opiniones a la Potencia mandataria, y como ninguna opinión consultiva que pudiese obtener de la Corte sería obligatoria para el Mandatario, podría despreciarse fácilmente el Mandato. Se alegaba, por eso, que era fundamental, como salvaguardia o seguridad última para la misión sagrada, considerar que cada miembro de la Sociedad tenía un derecho o interés jurídico en ese asunto y podía adoptar medidas directas en relación con el mismo. Sin embargo, en la práctica del funcionamiento del Sistema de Mandatos se habían hecho grandes esfuerzos para llegar, mediante argumentos, deliberaciones, negociaciones y esfuerzos de colaboración, a conclusiones generalmente aceptables y para evitar situaciones en las que se obligara al Mandatario a acatar las opiniones del resto del Consejo sin llegar a emitir un voto en contra. En esas circunstancias, la existencia de derechos substantivos que los diversos Miembros de la Sociedad podrían ejercer independientemente del Consejo, en relación con el desempeño de los mandatos, habría estado fuera de lugar. Además, dejando a un lado la inverosimilitud de que si los creadores del Sistema de Mandatos hubiesen pretendido que fuera posible imponer una política determinada a un mandatario hubiesen dejado esto a la acción fortuita e incierta de los distintos Miembros de la Sociedad, era muy poco probable que un sistema que hacía deliberadamente posible que los mandatarios obstruyesen las decisiones del Consejo mediante el uso del veto (aunque, por lo que sabía la Corte, esto no se hizo nunca) invistiera simultáneamente a los diferentes Miembros de la Sociedad del derecho a formular una demanda si el mandatario hacia uso de ese veto. En la esfera internacional, la existencia de obligaciones que no podían imponerse por ningún procedimiento jurídico había sido siempre la regla y no la excepción, y esto era aún más cierto en 1920 que en la actualidad.
Además, el argumento de “necesidad” equivalía a una alegación de que la Corte debía consentir el equivalente de una actio popularis, o derecho de cualquier miembro de una comunidad a adoptar medidas jurídicas en defensa de un interés público. Ahora bien, ese derecho no se conocía en el derecho internacional en su forma actual, y la Corte no podía considerarlo como dimanante de “los principios generales del derecho” mencionados en el inciso c. del párrafo 1 del Artículo 38 de su Estatuto.
En definitiva, todo el argumento de “necesidad” parecía basarse en consideraciones de carácter extrajurídico que eran consecuencia de un proceso de conocimiento a posteriori. Fueron los acontecimientos posteriores a la época de la Sociedad, y no algo inherente al Sistema de Mandatos según su concepción original, lo que originó la “necesidad” alegada, la cual, si existía, pertenecía al terreno político y no constituía necesidad desde el punto de vista jurídico. La Corte no era un órgano legislativo. Las partes en una controversia siempre podían pedir a la Corte que emitiese una decisión ex aequo et bono, de acuerdo con el párrafo 2 del Artículo 38. Fuera de eso, el deber de la Corte era claro y consistía en aplicar el derecho tal como existía, no en crearlo.
Se podía argumentar que la Corte estaba autorizada a “llenar las lagunas” aplicando un principio teleológico de interpretación, en el cual debía dar a los instrumentos su máximo efecto con objeto de garantizar el logro de sus principios fundamentales. Este principio era sumamente polémico y, en todo caso, podía carecer de aplicación en aquellas circunstancias en las que la Corte tuviese que ir más lejos de lo que podría considerarse razonablemente como un proceso de instrumentación y hubiera de emprender un proceso de rectificación o revisión. No podía suponerse que existían los derechos simplemente porque parecía conveniente que existieran. La Corte no podía remediar una deficiencia si, para ello, tenía que sobrepasar los límites de la acción judicial normal.
También se podía argumentar que la Corte estaría autorizada a subsanar una omisión ocasionada por el hecho de que los interesados no hubiesen previsto lo que podía suceder, y a tener en cuenta lo que cabía suponer que los autores del Mandato habrían deseado, o incluso habrían dispuesto especialmente si hubieran sabido lo que iba a ocurrir. Sin embargo, la Corte no podía suponer cuáles habrían sido los deseos o intenciones de los interesados en el caso de que se produjesen acontecimientos que no habían sido previstos ni eran previsibles, y aun si pudiera hacerlo, sería ciertamente imposible hacer las suposiciones que alegaban los demandantes con respecto a cuáles eran dichas intenciones.
Habida cuenta de todas estas razones, la Corte decidió rechazar las demandas del Imperio de Etiopía y de la República de Liberia.
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